Colombia es una nación pobre e insegura, es una madre que no sana, no protege y no educa. Los conflictos en las zonas rurales, los grandes proyectos económicos y de infraestructura han llevado al país a ocupar el vergonzoso primer lugar en desplazamiento interno en el mundo. Campesinos, indígenas, blancos y negros, muchos de ellos han abandonado su tierra, su cultura, sus sueños, han tenido que cambiar su vida en el campo por la hosca ciudad. Mientras los cinturones de miseria ensanchan las grandes urbes las oportunidades se empequeñecen, y las calles se transforman en un bazar de posibilidades.
Jesús salió hace 15 años de Quinchía, albergando en su mente la ilusión de una vida diferente y con la intención firme de voltear el destino. El conflicto le había arrebatado a su padre y la pobreza se encargaba de evocar todos los días el recuerdo de ese efímero primer amor, su compañera lo había abandonado con un niño de ocho días de nacido. Era el momento de irse de frente contra la vida, de luchar por su hijo, de buscar un mejor bienestar para su madre y con la ayuda de ese Dios miope que nombraba todos los días el párroco del pueblo, “hacerle una casita”.
Buscando las oportunidades extraviadas en este país rebosante de abandono y violencia llegó a Pereira, con la maleta puesta y con un Gavilán colorado de 20 pulgadas. Caminando descubrió una ciudad indiferente, huraña. “Por lo menos en el pueblo no se perdía la papita, acá se perdía muy fácil”. Anduvo varios días ofreciendo sus servicios de jardinería o lo que hubiese para hacer, la calle se había convertido en su sostén y la calle le enseñaría un nuevo oficio. En un barrio azotado por la inseguridad de esos días le ofrecieron el empleo de vigilante a cambio de unos pesos otorgados por la conciencia negra de los vecinos del sector. Ya han pasado 15 años y Jesús sigue allí. En su rostro se manifiesta la impotencia de ilusiones inalcanzadas, de años de soledad, de desamparo y tristeza. Pero sus palabras dejan caer a cuentagotas una nueva idea, una pequeña esperanza “yo lo que quiero es volverme para la finca, allá las cosas están mejor” dice.
Esta es la historia de Jesús y de tantos abuelos de la noche, que sin más compañía que un viejo palo retorcido y un pequeño radio de pilas protegen el sueño citadino a cambio de unos centavos. La historia de Patrulla, un abuelo de unos 80 años, que dicen lleva más de 30 parado en la misma cuadra, recibiendo las mismas monedas, en su viejo quepis no se dibuja ningún sol y en su decolorada camisa no aparece ninguna estrella, pero en su piel arrugada se reflejan las batallas diarias, los días ardientes, las noches en vela. La vida de don Rodrigo, un hombre que a sus 75 años, noche a noche, acompañado de ruana y machete, sale de su pequeña habitación a vigilar la cuadra vecina “es que noche que no salga, día que no como”, dice con nostálgica sonrisa.
Las ciudades en Colombia están llenas de pobreza y desplazamiento, de rebuscadores de esperanzas, miles de personas con algo en común, la calle. Esa calle por la que todos los días transita Chila empujando su carro de dulces y que a sus 65 años le da para pagar la pieza y para comer algo. La calle que le ha quitado dos hijos. La misma de Manuel, desplazado por la violencia chocoana, que con chicles y cigarrillos alimenta el anhelo de volver a su tierra.
La calle de Leidy, por la que transita los días y las noches intentando arquear el camino. Vendiendo dulces y galletas alimenta esa idea que tienen la mayoría de los colombianos, ese sueño idílico y laborioso de brindarles un techo a sus hijos. Un día Leidy sintió que el proyecto de tantos años era posible, y vio como entre guaduas y esterillas se materializaba la ilusión, por fin tenían donde meter la cabeza. Pero esa felicidad fue pasajera, porque esta nación que debía protegerla y cuidarla decidió avalada por leyes injustas, derrumbarle su hogar, dejando en el aire la propuesta incumplida de brindarles un mejor lugar a ella y sus hijos. Leidy aún espera la falaz promesa, aún está luchando. De la mano de su esposo sigue paseando las calles despachando confites y tabaco, esbozando en su mente el día en que esta querida madre patria le devuelva lo que le quitó y le reconozca tantos años de abandono.
Esta es la vida de los rebuscadores, los abuelos, los campesinos, las mujeres, los desplazados, todos hijos de este pueblo, colombianos que encontraron en la calle las oportunidades que la vida les negó, inhóspita y gris los acogió, les brindo sustento, abrigo y compañía. Invisibles ante los ojos de esta sociedad indiferente deambulan por la ciudad persiguiendo unas monedas, sembrando en pequeños carros de dulces, en oxidados machetes o en retorcidos palos de madera la semilla de la esperanza, cobijando el ensueño de una vida mejor.
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